Porque sí, porque la vida lo quiso, soy así. Apasionada y dulce, analítica, pragmática. Acepto la realidad, no me engaño más. Ya me engané, ya me engañaron. Lo lamento, por ellos, no por mi. El dolor, como el sol, madura, forma. y por eso, porque sí... Soy asì.

domingo, 31 de enero de 2010

¡Ay señora Monalisa!

(Poesía libre)
Un pequeño divertimento


¡Ay señora!
Mi señora Monalisa..
¿Cuántas veces os pedí
que borrarais la sonrisa,
que el placer y los retozos
en vuestra boca deslizan.


¡Ay Señora Monalisa!
Temo, tiemblo, me estremezco,
cuando veo a su esposo,
acercandose al retrato
y contemplar vuestros ojos?


¿Es que acaso, cual espejo,
quedó en ellos el reflejo,
de vuestro amor y mi gozo?


¡Ay señora Monalisa!
Odio y amo esa sonrisa,
que a todos los que la miran,
de nuestro secreto avisa.


No le hagais caso a Leonardo,
mi señora Monalisa,
y conservad la sonrisa.

Es seguro que ella sea,
por los siglos de los siglos,
comidilla de comadres
y de sabios, discusión.

María del Rosario Márquez Bello

Rorry, la Charo

Buenos Aires, 31 de enero de 2010
Derechos Reservados

domingo, 17 de enero de 2010

E L F U R I N




Hola
Quiero contarte una historia.
La historia de mi amiga Mariana y su furin. ¿Y qué es un furín?, te preguntarás. Según el diccionario es un elemento decorativo originario de Japón que sirve para indicar la llegada del verano y llamar al viento. A mi amiga Mariana, cuando se lo regalaron, también le dijeron que con su sonido atraía y afianzaba la felicidad hogareña.
¿Y cómo había llegado el furin a manos de Mariana?
Te explico:
Todo empezó cuando la mamá de su amiga Graciela volvió de Japón. Graciela y Mariana eran amigas desde los trece años, y, aunque vivían a cien metros una de la otra recién se conocieron cuando cursaban el primer año del bachillerato. Su relación se hizo más íntima ya que, como estaban en la misma división, iban y venían juntas del colegio. Se acostumbraron a estudiar juntas, casi siempre en la casa de Graciela ya que Mariana vivía con sus padres y su hermana en un pequeño departamento de dos ambientes donde no tenían el lugar ni la tranquilidad para estudiar.
A mi amiga, que había pasado toda su vida en un edificio de dos pisos con departamentos de dos y tres ambientes, la casa de Graciela le parecía un palacio.
Tenía dos plantas y había sido construida en los años 20. La puerta de hierro se abría a un corto pasillo con piso y zócalos de mármol. Al final otra puerta, esta vez de roble y vidrios biselados con visillos de crochet tejidos, que permitía el acceso al vestíbulo. el vestíbulo tenía un piso en damero de baldosas blancas y negras y en la pared que lindaba con el jardín un gran vítreas que en los días soleados pintaba de colores el ambiente. Una escalera de madera lustrada llevaba al primer piso donde estaban los dormitorios de los padres y los dos hijos. Debajo de la escalera estaba la cocina (¿por qué serán tan chicas las cocinas de las casas de esa época?- me preguntaba Mariana-) Allí, en esa diminuta cocina, la señora Furiko (así se llamaba la mamá de Graciela) preparaba platos de la cocina japonesa. Fue en esa casa donde probó por primera vez el hoy tan de moda sushi al que la señora llamaba osushi y también el godum una sabrosa sopa de pollo, fideos finos y trozos de una verdura blanca y jugosa a la que llamaban hakusai (creo que ahora la venden en los mercados como “repollo japonés.”
A la izquierda del vestíbulo estaba el living comedor. Era muy grande y con su ambientación cálida y sencilla le recordaba a Mariana las series norteamericanas tan populares en esos años, que mostraban familias felices donde el Papá era quien mandaba y Mamá la que sabía todo, (te estoy hablando de fines de la década del cincuenta). Lo primero que se veía al entrar era un mullido sillón de 3 cuerpos, tapizado en cretona floreada donde se sentaban las amigas para conversar, cuando no estudiaban, durante horas, mientras la madre de Graciela trabajaba en la cocina a la que también se accedía desde el otro extremo del living.
En la gran mesa del comedor desparramaban libros y carpetas y, entremezclados con la “Historia Argentina”, el análisis gramatical de “Platero y yo” y el Teorema de Pitágoras, Graciela y Mariana se contaban sus secretos, esperanzas y tristezas. Ambas se sentían fuera de lugar. Mairana, porque sus padres eran muy estrictos y desde que había entrado en la adolescencia le habían prohibido reunirse con los mismos chicos que habían sido sus compañeros de juego en la infancia. Se sentía muy mal cuando veía a sus amigas y ex-amigos reunidos conversando en la puerta del edificio dónde vivía y tenía que pasar casi sin saludarlos. Graciela porque era demasiado argentina para ser japonesa y demasiado japonesa para ser argentina. No encajaba en ninguna de las dos culturas. Por estos motivos, las chicas tenían pocos amigos y la palabra “novio” era algo muy lejano para ellas en esos momentos.
Mariana tendría diez y seis años cuando la señora Furiko fue a Japón a visitar a su familia. Estuvo fuera más de un mes y regresó cargada de regalos, entre ellos uno para ella. Sorprendida, porque no lo esperaba, Mariana rompió el envoltorio y se encontró con una caja que parecía contener un collar o una pulsera. La abrió y encontró una campanita de hierro que tenía una tira de cartulina con ideogramas enrollada alrededor y un cordón de seda negro para atarla. La señora Furiko le dijo que era un furin, un adorno que en Japón usaban para comprobar la llegada del verano y al que consideraban símbolo de buena suerte, y felicidad. Que debía colgarla en la ventana o en el exterior de su casa y la felicidad reinaría en ella.
Lo recibió con alegría y lo guardó en un lugar especial, reservándolo para el futuro. Ése que ella imaginaba como un soñado final feliz de película romántica: la casita con jardín, hijos y un marido que la acompañara por el resto de la vida.
Pasaron los años. La familia de Mariana se mudó y aunque siguió su amistad con Graciela se fueron distanciando porque sus vidas tomaron rumbos diferentes. Mientras una estudiaba en la Universidad, la otra empezó a trabajar. Graciela se puso de novia y se casó con un hombre encantador. Mariana se casó unos años después, pero no era totalmente feliz. Mientras tanto el furin seguía en su caja esperando aquel destino definitivo donde cumpliría la misión de llamar y afianzar la felicidad.
A mediados de los setenta Mariana y su marido, en un intento por consolidar su matrimonio decidieron mudarse y compraron una casa en un barrio residencial de los suburbios de Buenos Aires. La casa necesitaba algunos arreglos, pero eso no les importaba ya que ambos se habían enamorado del jardín que la rodeaba. La entrada estaba flanqueada por dos araucarias. Rositas rococó, santa ritas, jazmines de azahar y del país trepaban por los muros de la casa, estaba rodeada rosales, tulipaneros, jazmines paraguayos y rosas chinas de cuatro pétalos. Un camino de lajas llevaba hacia el fondo dónde, sobre un círculo de lajas se veía un juego de mesa y sillas de hierro que habían dejado los dueños anteriores. A un costado la típica parrilla de las casas suburbanas y del otro lado, un ciruelo de jardín que, con sus ramas, brindaba sombra a la mesa.
Cuando ella vio el ciruelo se dio cuenta de que, por fin, el furín había encontrado su lugar.
Se mudaron a fines de junio y mientras hacían las refacciones necesarias y terminaban de ubicarse pasaron julio y agosto y llegó septiembre. El ciruelo empezó a cubrirse de flores rosadas y con ellas estaba clamando por el furin. Hasta entonces no lo había colgado. Ella no sabía por qué pero algo la detenía. Siempre dejaba esa tarea de un día para el otro, pero el ciruelo lleno de flores rosadas ya no podía esperar.
Fue así que un día, antes de ir a su trabajo, Mariana el furín del cajón del placard donde lo había guardado, planchó la tira de cartulina que había permanecido más de diez años circundando a la pequeña campana de hierro y fue hasta el ciruelo. Ya había elegido la rama en la que lo iba a colgar. Estaba un poco alta, pero poniéndose en puntas de pie podía alcanzarla. Tomó las puntas de la cinta con ambas manos y rodeo la rama para hacer un nudo. No se sentía muy segura en esa posición y cuando quiso hacer el segundo, una de las cintas se le escapó de la mano, el nudo incompleto se deshizo y el furín se cayó en el piso de lajas. Hubo un ruido seco, totalmente distinto al que Mariana había escuchado las infinitas veces que había golpeado la campana con el pequeño badajo. Con el corazón estrujado se inclinó para alzarlo. Una fina rajadura lo recorría de arriba a abajo. No pudo hablar, ni tan siquiera lloró. Estaba sola pues su marido se había ido, como todos los días a las seis de la mañana y en ese momento se sintió más sola que nunca.
En silencio entró en la casa. No había nada más que decir ni pensar. El cielo, el destino se habían expresado. Su furín, el símbolo de felicidad hogareña se había rajado. Su dulce sonido no llamaría al viento ni a la felicidad. No habría otra oportunidad. Sus sueños, como el furin, se habían roto. Ya no sería feliz. Ya no serían felices.
Y así fue…
El amor, la pasión continuaron diluyéndose y, por ende, los deseados hijos nunca llegaron. Su matrimonio se convirtió en la simple convivencia de dos amigos, dos camaradas que se acompañaban en salud y enfermedad. Dos almas buenas en solitaria compañía, cuyo destino parece ser que fue estar prontos a solucionar los problemas de los demás.
Vivieron muy poco en esa casa. El furín, acompaño a Mariana en varias mudanzas, hasta que un día, no recuerda cuándo, se deshizo de él.

Hace un mes, encontré un furin visitando el blog El charco que rebosa, de Angus Fue entonces que volvió a mi memoria la historia que te acabo de contar.
La historia de un sueño, un amor desgajado al cual una ilusión, una lejana leyenda mantenía en pié y al cual la misma leyenda puso fin.
La historia de un símbolo, pues Mariana con su inteligencia, no dejaba de reconocer lo ilógico de creer en un mito. Pero no pudo dejar de pensar que había recibido un mensaje, una confirmación de aquello que sentía en su interior y temía reconocer: el fracaso de su matrimonio, la muerte de una esperanza.
¿Y sabes qué es lo más triste?
Que por más que busqué en la Web, no pude encontrar una definición de furin que dijera que “atraía y afianzaba la felicidad hogareña” tal como le había dicho la señora Furiko, o sea que Mariana puso sus ilusiones en una mentira, en algo que no era cierto. Hace años que he dejado de verla, pues volvieron a mudarse, esta vez al interior del país. Siguen viviendo su soledad de a dos, creo que ya no podían simular que eran felices y resolvieron alejarse de los conocidos para no mostrar su tristeza.
Bueno, aquí la historia terminó y creo que te habrás dado cuenta de que el sonido que te acompañó mientras me leías es el de un furín.
No cifro mis esperanzas de felicidad en él, sólo disfruto de la paz que me brinda su suave tintinear.
Hasta pronto…

Rorry, la Charo
María del Rosario Márquez Bello



Buenos Aires, 17 de enero de 2010

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