Porque sí, porque la vida lo quiso, soy así. Apasionada y dulce, analítica, pragmática. Acepto la realidad, no me engaño más. Ya me engané, ya me engañaron. Lo lamento, por ellos, no por mi. El dolor, como el sol, madura, forma. y por eso, porque sí... Soy asì.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Zapatitos de Charol




“Zapatitos de charol”, así le dicen, los asiduos del salón “Tangos de mi vida”.

Desde que la conocí, no dejo de preguntarme si su presencia en el salón es producto de un acto de amor, de estúpida soberbia o es un eslabón más de la refinada venganza de un hombre despechado.

Dicen que en un tiempo, en los mejores tiempos de Lucía, ella era la reina del salón, que bailaba toda la noche, recorriendo la pista incansablemente en brazos de múltiples compañeros.

Dicen que el Rosendo Pérez estaba locamente enamorado de ella. Que entre cortes y quebradas, le hablaba de amor. Dicen que ella sonreía y se dejaba querer, por él y por otros, sin demostrar preferencia por ninguno.

Dicen que dicen, que era la envidia de las otras mujeres por su esbelta silueta y la elegancia felina con que ondulaba su cuerpo en las complicadas figuras del tango, arrancando suspiros de amor y deseo, entre los hombres presentes.

Que cuando bailaba, sus pies, calzados en negros zapatos de charol, dibujaban filigranas de luz que se reflejaba en el piso encerado hasta parecer un espejo.

Dicen que dicen, y siguen diciendo, que todo comenzó aquella noche en que llegó un desconocido, que también usaba zapatos de charol. Lucía aceptó su invitación y bailaron. Bailaron y siguieron bailando de tal forma, que parecían flotar. Sus cuerpos se acoplaban de una manera tan sensual e intensa, que quienes los contemplaban sintieron pudor. Parecía que se estaban amando. Que en cada figura sus cuerpos se fundían en un gesto ancestral.

Desde ese momento, ella no quiso bailar con otro que no fuera él. Carlos Rivas, así se llamaba el nuevo integrante de la peña, era blanco del rencor de los miembros masculinos del club, mientras que, con sus miradas, las mujeres procuraban envolverlo en telarañas de ternura.

Dicen que fue en esos días cuando la bombonería “Paris” abrió sus puertas en el barrio. Que el Rosendo, en un intento desesperado por reconquistarla, le regaló una caja de los deliciosos bombones de licor que allí se vendían.

Que Lucía los aceptó por cortesía, que abrío la caja con desgano, probó uno y esbozó una sonrisa. Y que luego, con esa misma sonrisa, aceptó bailar un tango. El Rosendo se sintió Gardel y los otros hombres, resolvieron imitarlo. Y así se fueron sumando, en cada velada tanguera, cajas y cajas de bombones que le obsequiaban, con tal de bailar con ella. Y ella bailaba y bailaba.

Y, que un día Carlos Rivas, cansado de ver como era desplazado por una caja de bombones, abandonó el club y se fue a una peña de tango, allá, por el barrio de Almagro.

Dicen que gracias a ella y a sus admiradores, la bombonería París ya abrió cinco sucursales, tres en el barrio y dos en el centro de la ciudad. Pasaron los años, el Rosendo hizo fortuna y compró el club de tango.

Dicen que, ahora, él la va a buscar a su casa todas las noches de tango, con la excusa de que su presencia es imprescindible en el salón. Dicen que Lucía, con falsa alegría, se ubica en el lugar designado para que presida el jurado que elegirá a la mejor pareja de la velada.

Se dicen muchas cosas sobre el Rosendo y la Lucía, pero lo cierto es que, sentada en esa mesa desde la que puede contemplar como las parejas recorren la pista de baile y con una sonrisa que no puede disimular la tristeza que escapa de sus ojos, ella sigue comiendo, sin poder contenerse, los afamados chocolates de la confitería Paris.

¿Y por qué cuento esto?

Porque aquellos zapatitos de charol, que ayer dibujaban encajes de luz y deseo en el alma de los hombres del salón, hoy apenas se vislumbran debajo de una larga pollera, mientras intentan seguir los compases de un tango. Son parecidos a los que ella usaba, del mismo cuero, negro y brillante, pero no lucen igual. Éstos están, deformados y chuecos. Es lógico, pues es una pesada y difícil faena sostener los doscientos diez y seis kilos que, en estos momentos, pesa Lucía.-

Rorry, la Charo

Maria del Rosario Márquez Bello

Derechos Reservados
Buenos Aires, 26 de agosto de 2009
Recibí estos Premios de SUSURU propietaria
del blog
"Los Unos y los Otros"
Me encanta el hecho de que tengan imágenes propias de nuestro querido País.


Éste lo recibí por participar con "Máscaras" en Cuentos de Amor


Y éste fue para todos los seguidores de su blog


¡Gracias SUSURU!

lunes, 24 de agosto de 2009

Tapas de Hule y Lapiz Tinta

Anoche visite el blog de JoLuis y disfruté del video que pegó en él. Las fotos y paisajes de Galicia trajeron a mi memoria momentos de mi infancia. Se preguntarán por qué... Pues porque en los años 40/50 casi todos los almaceneros eran españoles, generalmente de Galicia (gallegos le decíamos por extensión)
Y aquí esta este pequeño relato que pretende reflejar alguno de esos recuerdos


Tapas de hule y Lapiz Tinta



Lo recuerdo, tenía siete u ocho años. Cerraba la puerta de casa y caminaba unos pasos hasta la escalera. Con el billete de un peso fuertemente apretado en mi mano derecha apoyaba la mano izquierda en el pasamanos y bajaba saltando los escalones de tres en tres... ¡toda una prueba de destreza para mis ocho años! Ya en la planta baja recorría el largo pasillo hasta la prometedora luz de la puerta de calle.. Allí asumía las actitudes compuestas de una señorita, y marchaba presurosa hacia el almacén de don Marcelo.

No comprábamos muy seguido allí. ¡Era muy caro! Casi siempre hacíamos con Mamá las cinco largas cuadras hasta el Mercado del Progreso donde, por la abundancia de oferta, se podía encontrar mejores precios. O, sino, me tocaba la aventura de caminar sola dos cuadras hasta el otro almacén, en la esquina de Valle y Emilio Mitre, para volver triunfante, con un cuarto kilo de azúcar negra en su envoltorio de papel de estraza. Esos paquetes me fascinaban... ¿cómo hacían?. ¡Con qué habilidad tomaban los dos extremos para girar el paquete en el aire, y hacerles esas orejas tiesas y retorcidas! Varias veces quise hacerlo, pero dejé la cocina llena de azúcar y tuve que escuchar los rezongos de mi madre por unos cuantos días.


Cuando me decían: Tenes que ir al almacén de Marcelo, me ponía contenta.. Estaba a la vuelta de mi casa, en la esquina de Valle y Hortiguera. Se entraba, por la ochava. ¿Por qué será que la mayoría de los almacenes estaban en las esquinas? En las vidrieras, que tenían los vidrios sucios,, apenas se notaban algunas botellas de An
ís Ocho Hermanos, caña Legui, Fernet Branca y los clásicos porrones de barro de ginebra Bols.

Las puertas eran de hierro y vidrio biselado, tan sucio y opaco como el de las vidrieras… Adentro... la penumbra. Un olor fuerte, mezcla de humedad, especias y vino rancio. A mis pies, el amenazante vacío del sótano anunciándose a través de la rejilla. Frente a mí el mostrador revestido de estaño y, detrás, altos estantes de madera que se perdían en la oscuridad reinante. Las dos primeras hileras eran de cajones con el frente de vidrio donde guardaban harina, arroz, lentejas y no sé que otras cosas más.

Marcelo era corpulento, casi un gigante, -por lo menos para mí-. De cara redonda y rubicunda flanqueada por largos patillas, anunciaba su presencia con el cansino arrastrar de sus chancletas. Usaba una chaqueta arrugada, de un color extraño, beige, manteca, un color sucio díría yo.

Siempre me mandaban con el mismo pedido: aceitunas, salame, queso Mar del Plata, mortadela y palillos para la "picadita" que se ofrecía a las visitas inesperadas..

Entonces con aire suficiente, Marcelo iba del mostrador a los estantes de donde extraía el gran frasco de las aceitunas, las pesaba en la balanza de dos platos, esperaba que estos se equilibraran y, si esto no ocurría, le daba un golpecito al más remolón de los platillos. Este momento era muy especial para mí porque siempre ligaba una o dos aceitunas. Mucho, pero mucho tiempo después me dí la cuenta de que darme esas aceitunas era una forma de muy inteligente de distraerme, para que no me diera cuenta de que me estaba dando de menos en el peso.

Luego se dirigía a la fiambrera, sacaba la gran bocha que apoyaba sobre una plancha de madera y, con aire experto, cortaba una gran rodaja de mortadela. El queso estaba en la misma fiambrera, brillaba el suero cuando lo sacaba, cortaba una lonja y lo volvía a guardar. Después, llevando en la mano el mismo cuchillo que había usado, se dirigía hacia donde colgaban los salames y tras estudiarlos, elegía el que le parecía más prometedor.

Acomodaba la compra sobre un papel blanco y usando un lápiz negro, hacía la cuenta en uno de sus extremos. En ese momento me asaltaba la duda... ¿Podría pagar todo co un peso? O tendría que decirle que no me alcanzaba la plata y volver a casa por más.

¡Cómo envidiaba a los clientes que, llegado el momento de pagar, esgrimían unas misteriosas libretas negras que sacaban del fondo de la bolsade la compra. El hule negro brillaba en la penunbra del local cuando se la entregaban. Entonces... el las abría y, humedeciendo en su boca la punta del lápiz tinta que llevaba en el bolsillo superior de su chaqueta, anotaba los importes mojando varias veces el lápiz con su boca. (Nunca pude entender porqué para la libreta usaba el lápiz tinta y para los demás el lápiz negro). Luego, tras un momento de laboriosos cálculos, anunciaba el importe con voz solemne.

Esa ceremonia parecía fruto de un pacto secreto. Esos clientes eran especiales. ¡Tenían libreta!. Yo no y me sentía excluida, rara, diferente. Nunca fui una de ellos...
¡Mis padres pagaban al contado!

Rorry, la Charo

María del Rosario Márquez Bello



8 de agosto de 2009



Como cambian los tiempos! En aquella época tener libreta significaba ser alguien con cierto poder, en quien se podía confiar que pagaría el total de la compra a fin de mes.
Ahora, que todo lo hacemos con la tarjeta de crédito, he observado que quienes tienen boleta en los pequeños almacenes que hay en mi barrio son aquellos que no tienen la posibilidad de acceder a una tarjeta de crédito. Gente humilde, que viven en casas tomadas (¿en que barrio no hay casas tomadas?), quizás sin trabajo, viviendo de changas o quien sabe cómo.



martes, 18 de agosto de 2009

MASCARAS

En el blog "Los Unos y Los Otros" SUSURU posteó un hermoso cuento creado en su Taller.
Entre los comentarios cruzados surgió la idea de escribir otro cuento sobre el mismo tema.
Susana, aquí está

MASCARAS
Había fiesta en la tierra de los Roncavurtes.
Belamur, la heredera de la estirpe, la encargada de conservar el linaje tomaría esposo en siete días. Era una joven muy querida por su pueblo y respetada porque había sido formada siguiendo las enseñanzas que, siglos atrás, habían dictado los antiguos y sagrados Egregios, imbuidos por la sabiduría del Señor de la Luz y de la Noche..

Belamur abrió los ojos con dificultad. Hacía varias horas que el sol se había asomado detrás de las montañas que rodeaban la ciudad. Era primavera y los rayos brillaban con tanta intensidad que tornában difícil tarea el mantenerlos abiertos. Era el día de su vigésimo cumpleaños y hoy le presentarían a sus pretendientes. Según la costumbre, cada uno le hablaría de sus valores, riqueza y costumbres. De esa manera pretenderían demostrarle que eran dignos de ser su compañero en la vida y en la tarea de la continuación del linaje.
De acuerdo a la costumbre, llegarían 3 hombres. Ninguno vestiría de acuerdo a su realidad, ó quizás sí, eso no lo sabría ella y formaba parte de la tradición. Alternarían con ella durante varios días, y al cumplirse la semana se celebraría la unión con aquel que ella consideraba el indicado.

En ese instante llegaron sus azafatas con la misma sonrisa estereotipada de siempre. Como de costumbre, golpearon suavemente antes de entrar a la habitación para darle la oportunidad de cubrirse decorosamente pues no podría mostrar su desnudez ante nadie que no fuera su esposo. La ayudaron a ponerse el blanco vestido que debía usarse en la ceremonia de presentación y se retiraron a fin de permirle elegir, en soledad, la última e imprescindible prenda de su vestimenta, aquella que defendería su pudor ante la gente. Belamur se dirigió al armario que cubría toda una pared de la habitación y lo abrió. Recorrió con la mirada su interior y, finalmente, se decidió. Entonces se quitó el velo y retiró del soporte una bella máscara, casi tan blanca como su vestido, con grandes ojos almendrados que le daban una cierta expresión de dulzura. Esa era la máscara que usaría en esta ocasión. Se volvió hacia el espejo, que tan hábilmente había eludido antes, por la costumbre de años de pasar ante él sin mirarse la cara, y contempló la figura que ante ella se presentaba. ¡Que bella era esa máscara! Gracias a los Hados y a la riqueza de su padre, ella podía disponer de una magnífica colección de máscaras que le permitían comunicar a los demás su estado de ánimo y al mismo tiempo evitar el pecado de mostrar el rostro ante los demás. Compadecía a todo aquel que sólo podía disponer de una máscara y acaso cambiarlas en los momentos culminantes de la vida tales como la Iniciación, el Primer Hijo, la Unión de por Vida y la Muerte. Las máscaras o másharas eran muy costosas y la mayoría de las personas se veían obligados a usar la misma día a día, sin poder manifestar sus sentimientos nada más que hablando y acompañando sus palabras con movimiento de sus manos y cabeza. Con un suspiro de compasión hacia esos pobres seres abandonó la habitación y se dirigió a la Sala del Consejo.

Allí la esperaba el Rey, su padre. Se aproximó a él, hizo una leve reverencia, y al incorporarse, rozó levemente con sus dedos, en un gesto de filial cariño la máscara dorada de su padre. Se ubicó a su diestra y esperó a que se iniciara la ceremonia.

El edecán hizo pasar a 3 hombres, que se quedaron en el extremo contrario del salón. Apenas se los divisaba pero parecían ser muy diferentes uno del otro en físico, apostura y vestimenta.

El primero era algo obeso, vestido de raso azul con finos encajes que orlaban sus manos mientras que un hermoso broche sujetaba la blonda que oficiaba de corbatín. Su máscara era bellísima, cejas perfectamente delineadas, ojos de aburrida expresión y una sonrisa apenas esbozada. Saludó con una elegante reverencia y le entregó como muestra de su interés una hermosa mantilla de encaje.

El segundo, alto, delgado y vestido de gris se detuvo a una distancia prudencial. Pese a lo serio de su vestimenta lucía, casi desafiante, lo último que dictaba la moda del reino: un antifaz de pana negra que se prolongaba como un faldellín hasta cubrir por completo su cuello. Se acercó a ella y le presentó su obsequio: un delicioso antifaz de encaje bordado en oro y piedras preciosas, con un volado de gasa que cubría su cara y su cuello para posarse, delicadamente, en sus hombros.

Finalmente avanzó el tercero. Belamur miró inquisitivamente a su padre, creyendo ser objeto de una broma. El hombre avanzaba lentamente, como si arrastrara el mundo detrás de él. Era alto, muy alto, aunque algo encorvado. Su ropaje era oscuro y suelto, casi un sayo. Cuando estuvo a su lado le ofreció un botellón de oscuro vidrio del que emanaba una exquisita fragancia. La máscara era horrible, parecía que hubiera caído una piedra sobre ella, aplastando la zona de la nariz y haciendo resaltar la mandíbula que se proyectaba hacia delante. Tan fea que parecía que hubiese sido elegida con el fin de hacerse detestable, y así evitar ser el elegido.

Despues se leyeron las condiciones del cortejo. Cada caballero tendría dos días para acompañar a Bela, hablarle de su vida, sus proyectos, ideales y expectativas con respecto a su unión. Facilitando de esta manera la elección que debía hacer la joven.
En el séptimo Belamur daría a conocer su decisión y ese mismo día se celebraría y consumaría la unión.
Los dos primeros le correspondieron a Astrolfo, aquel que le regaló el antifaz. Era un sabio, un hermeneuta de la religión de los Soberbios Egregios. Serio, muy circunspecto y aburrido. Prolijo y cuidadoso de sí mismo, cambiaba varías veces al día de antifáz pretendiendo indicar con una leve variación en el color sus estados de ánimo. Bellamur se aburrió muchísimo con él pues sòlo hablaba del Libro Sagrado y sus interpretaciones. Se le hizo más insoportable aún, cuando empezó a preguntarle si era ducha e iniciada en los ritos de la prolongación de la estirpe. Esto la fastidió pues, aunque los ritos eran universalmente conocidos, no era de buen gusto hablar de ellos y menos a una dama.

Luego le tocó a Calixto, esa extraña mezcla de amaneramiento y fortaleza. Con sus ropajes de colores brillantes, máscaras ricamente bordadas, gestos ampulosos y opíparas comidas. Las dos noches culminaron con un baile y durante el día no estuvieron un momento a solas. Los rodeaba un enjambre de servidores dispuestos a satisfacer cualquier necesidad o capricho que tuvieran. Bela no pudo hablar de nada interesante con él, más aún se sintió ignorada. Casi como una joya más que prendería en el muestrario de su riqueza y poderío.

El quinto día, desilusionada y sin esperanzas se dirigió al encuentro de Macario. Ya había decido que ninguno de los otros podría ser su compañero y no le gustaba lo que podía apreciar en Macario.
Éste la recibió con una reverencia y tomándola suavemente de la mano, la condujo al exterior del castillo, donde los esperaba un carruaje tirado por 2 caballos con el que fueron a recorrer la región. Macario le habló de las personas que vivían en las casas frente a las que pasaban, le mostró árboles de 200 años, la llevó a un rincón escondido del bosque, donde un riachuelo ofrecía sus frescas y cantarinas aguas a los animales. Belamur estaba hipnotizada por la cadencia de su hablar y por lo interesante de su conversación. Así pasaron volando las horas del primer día. En el segundo él empezó a hablarle de su pueblo, de su familia, de sus proyectos para el futuro y de lo importante que era para él y para todos los suyos que ella lo tuviera en consideración en el momento de la decisión. Fueron dos jornadas muy interesantes y llenas de descubrimientos. Tanto que recién en la noche del sexto día Belamur se dio cuenta de que Macario no había cambiado de máscara y en ese mismo momento, advirtió que no le importaba, que se había acostumbrado a esa cara oscura y maltrecha que le había transmitido tanto conocimiento al mismo tiempo que le proporcionaba paz y una gran serenidad.

Eran las primeras horas del séptimo día y Belamur no lograba conciliar el sueño. Había decidido que Macario era el elegido pero algo la mantenía en vilo y no la dejaba descansar. Era la noche del día siguiente. No temía a los ritos de prolongación del linaje pues, de acuerdo a las normas y costumbres de su religión, los había aprendido y practicado desde el día de la Iniciación (prueba de ello eran sus dos pequeños hijos que, demostrando su fertilidad, la habían hecho aún más deseable a los ojos de poderosos del reino como futura compañera de vida).
Temía a los minutos posteriores a la culminación del rito cuando, como prueba de unión total, ambos deberían quitarse las máscaras y exponerse al otro en total desnudez. ¿Qué pasaría en ese momento? ¿Cómo reaccionaria Macario al ver su rostro? Y… ¿cómo sería el rostro de Macario?… ¿Cómo sería?

Así pasaron las horas hasta que llegó el día. Los hechos transcurrieron de acuerdo a lo estipulado. Astrolfo y Calixto se retiraron procurando disimular la humillación y sin poder comprender porqué habían sido rechazados. Belamur y Macario se hincaron ante el representante de los Soberbios Egregios y unieron sus vidas ante ellos… Luego de los festejos fueron a sus aposentos. Se despojaron de sus vestiduras y cumplieron el rito para el que estaban destinados. Ambos se supieron bendecidos por los Egregios pues en la culminación sintieron una dicha y felicidad que nunca habían experimentado.

Llegó el momento tan temido por Belamur. Ella, cumpliendo con la tradición, se quitó primero la máscara y se expuso totalmente desnuda ante él. Temerosa de su rechazo pues, al no tener jamás oportunidad de comparar su rostro con el de otra mujer no sabía que era bella. Macario la tranquilizó con caricias y palabras de amor. Ahora le correspondía a él quitarse la máscara. Belamur víó en sus ojos el mismo dolor y miedo al rechazo que ella había experimentado. Macario le habló de su amor, de su pasión, de su entrega y luego quedó en silencio. Llevó las manos a su máscara y se la sacó bruscamente, mientras cerraba los ojos con un suspiro de resignación.

Se hizo el silencio, un silencio extraño, insoportable. El empezó a gemir y quiso taparse la cara con las manos. Belamur no se lo permitió. Ella estaba maravillada y azorada. Los Egregios la habían escuchado y le concedieron el más íntimo de sus deseos. La cara de Macario era la fiel reproducción de su máscara, o al revés, la máscara era la copia fiel de las facciones de Macario. Y merced a esa gracia de los Egregios ella vería por toda su vida y hasta el final de sus días, la cara del hombre que la había enamorado.-
María del Rosario Márquez Bello
Derechos Reservados
18 de agosto de 2009

domingo, 16 de agosto de 2009

¡ GRACIAS SUSURU !

SUSURU en su blog LOS UNOS Y LOS OTROS http://unosyotros.blospot.com/ recibió 3 hermosos regalos de manos de Angelet http://misangelesvienenalparaiso.blogspot.com/ con la consigna de que no tan solo permanecieran en su blog, sino que además fueran regalados a otros amigos.

Así fue que nos invitó a ir por ellos y, siguiendo con la consigna, posteo los que retiré para que se los lleve aquel amigo que lo desee.

Este se llama "PREMIO MOMENTOS" y lo hice mío pues me recuerda los bellos momentos que estoy viviendo desde que me contacté con SUSURU y conocí su blog.



Éste otro es el "PREMIO A LA PACIENCIA" y lo traje a mi blog para recordarme lo importante que es la paciencia para superar los avatares que se me presenten en la vida.

¡Gracias SUSURU!
¡Gracias Angelet por tan bella idea!






sábado, 15 de agosto de 2009



Un yo que sé, un no sé cuándo, ni porqué....



Un día decidí escribir un que sé yo, un no sé cuándo ni adonde, ni por qué para que nadie entendiera lo que en realidad sucedía en mi interior. Y eso luego devino en yo sé cómo, yo sé cuándo, yo sé dónde y por qué, pero tampoco supieron desentrañar la verdad.

Perdidos en los si acaso, quedaron miedos, dudas y pasiones. Amores eternos y encuentros furtivos. Largas añoranzas y dichas fugaces. Algún si sé cuándo, y sé con quien, en dónde y porqué fue.
Porque si hubo un acaso devenido, no fue por intención sino casual. Porque si quise un real acontecido, no fue, no pudo ser ni lo será.

Y por eso, pues no quiero que lo sepan, porque sé quien quise ser; que fui lo que no quería, ni deseaba; que ahora soy lo que soy porque lo quiero; es que sigo escribiendo estas líneas para que quien desee entenderme, no lo haga y, aunque crea que lo logra, en realidad no comprenda nada.

¿Y esto por qué? Porque siempre trataron que fuera lo que no quería, que deseara lo que no me apetecía y que eligiera lo que no me interesaba. Nena linda, buena nena. Nena de papá y mamá. Que hacía lo que se debía y no lo que anhelaba.
Pero no sé dónde, ni cuándo, ni porqué fue que la nena dejó el sendero y se internó en lo desconocido. Nena buena, nena linda de mamá y papá. Estudiosa, inteligente y respetuosa. Prudente y recatada. Nena mala. Salvaje, apasionada, irreverente, imprudente, curiosa y arriesgada . A quien si sé cuándo, si sé dónde y por qué le ocurrió lo que yo sé, eso que le permitió descubrir que sentía, ardía y se consumía. Que lloraba, que gritaba y que gozaba…
Que vivía y que ante ella se abría el camino de la vida, aquel que la tentaba...

María del Rosario Márquez Bello

Derechos Reservados

Buenos Aires,15 de agosto de 2009

lunes, 10 de agosto de 2009


LA HEREDERA


Una sonrisa iluminaba su rostro cuando veía a Natalia trabajar con tanto ahínco. Tenía la certeza de que ella la reemplazaría con eficacia cuando llegara la hora de su partida. Su hija, gentil, diligente y dispuesta, había logrado el amor, la consideración y el respeto de todos. Estaba siempre en el lugar en el que era necesaria. Si un niño enfermaba, allí estaba ella. Si aquel otro era demasiado travieso, sus ojos atentos lo seguían sin pausa. Los ancianos sabían que, cuando fuera necesario, Natalia acudiría a su lado.
Junto a los sanos y a los enfermos, los deprimidos y exaltados, las madres solteras y las viudas desconsoladas, los alcohólicos y los abstemios, los probos y los deshonestos, los pobres y los ricos. Con los que trabajan y los que recorren las calles en la desolación de la búsqueda sin respuesta. Junto a los felices y a los infelices, a aquellos que aún esperan y a los desesperanzados. Al lado del lecho de los moribundos y la cama de las parturientas. Con una canción de cuna en los labios o un rosario en sus manos... siempre, siempre estaba su hija. Natalia.
Dulce niña. Bien querida. Fuente de ternura. Mano que conforta. Palabra de aliento. Sonrisa que calma la angustia. Presencia que atempera los dolores, todo eso era ella para la gente de la comarca.
No hay duda, desde el primer momento fue una buena alumna y, si continuaba con esa entrega, superaría a la madre, cansada y agostada ya por su difícil y áspera misión. Entonces, cuando llegara el momento, sabía que Natalia estaría junto a ella, presta a agregar su nombre a la lista y acudir luego, en su reemplazo , desde entonces y por el resto de su vida, al encuentro cotidiano con la Oscura Segadora para informarle sobre aquellos cuyas almas ya estaban prontas para la cosecha.-




Maria del Rosario Márquez Bello


Derechos Reservados


martes, 4 de agosto de 2009




"Erase que se era..."

Érase que se era, un poeta
que le cantaba al amor.
Érase, un hombre
que ya no podía amar.

Érase que era, una mujer
con poesía en el corazón;
que buscaba con tesón
quien la quisiera querer.

Érase que se era, que
se encontraron un día
y que sus pieles ardieron
como el sol de mediodía.

Así fue, que esa y mil veces, sus
cuerpos unieron con gran pasión
pero … ¡que pena! entre ellos
el amor nunca existió.

Sus miradas se cruzaban
con miedo y con desconfianza.
Érase, que ya no podían,
de amar tener la esperanza.
Quizás porque presentían
ya muy cercano el adiós
o, quizás, porque temian,
sufrir otro desengaño.

Por eso, como al descuido,
dijeron “esto ha acabado”.
Y se fueron caminando
cada uno por su rumbo.

Asi es como es que ocurrió,
esta historia de infortunio.
Ahora. al dolor van cantando

Mientras vagan por el mundo.


María del Rosario Márquez Bello


Derechos Reservados
 
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